viernes, 7 de octubre de 2011

16:00

A las 16:00 tengo programada la alarma del reloj. Bueno, decir programada es sin duda otorgarle demasiado empaque tecnológico al asunto, podríamos decirle que cada día justo después de comer (a veces todavía comiendo) de mi reloj emanan unos soniditos agudos (creo que la nota es un SI).

El día que decidí poner esa alarma tenía una idea clara. Quería crearme un condicionamiento hacia la felicidad, al igual que perro de Pavlov y otros ejemplos clásicos. Mi intención no era otra que, pasara lo que pasara, mi reacción a la recepción del sonido debía ser una sonrisa. Al principio, lógicamente, necesitaría aplicar toda mi voluntad y coraje, pero tenía entonces la esperanza de que llegaría el momento en que de forma automática ese sonido intermitente tirara de mis labios y de mi espíritu para, durante unos segundos, obligarme a ser plenamente feliz.

Fue aproximadamente en la época en la que dejé de subir a mi antena.

No hace falta decir que mi experimento biológico ha resultado un fracaso terrible. Lo único que recuerdo cada vez que me suena la alarma del reloj a las 16:00 es que soy una persona lo suficientemente tendente a la tristeza existencial que necesita de un recordatorio para ser feliz. Y es algo sencillamente triste en un mundo en el que los problemas reales son claramente otros.

Sí es cierto que la alarma me recuerda que debo esforzarme, que no puedo olvidar que hay que ser un poco mejor cada día y amar profundamente, sobre todo eso, amar profundamente.

2 comentarios:

Soy ficción dijo...

Estoy segura de que no te hace falta recordatorio alguno para ello, sólo te necesitas un poco más de confianza en ti mismo.

Soy ficción dijo...

Espero que esa alarma te siga recordando a amar profundamente.